En un mundo lleno de ruido, guerra, soledad y sobreinformación, a veces el único acto de resistencia verdadera es el deseo. Pero no el deseo como lo entendemos en las revistas o en la publicidad, sino el deseo profundo, humano, vulnerable. Ese que se ofrece no como conquista, sino como consuelo.
John Berger, uno de los pensadores más lúcidos y poéticos del siglo XX, nos invita a mirar el deseo desde su costado más tierno y compasivo: no como impulso egoísta, sino como un pacto secreto entre dos heridos que deciden esconderse el uno dentro del otro para huir, al menos por un instante, del mundo.
Leerlo es como abrir una puerta hacia una verdad que sabíamos pero no habíamos podido nombrar: que el deseo también puede ser amor, refugio, ternura… y un modo de cuidar.
El deseo sexual, si es recíproco, origina un complot de dos personas que hace frente al resto de los complots que hay en el mundo. Es una conspiración de dos. El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo. No la felicidad sino un descanso físico ante la enorme responsabilidad de los cuerpos hacia el dolor.
En todo deseo hay tanta compasión como apetito. Sea cual sea la proporción, las dos cosas se ensartan juntas. El deseo es inconcebible sin una herida. Si hubiera alguien sin heridas en este mundo, viviría sin deseo.
El deseo anhela proteger al cuerpo deseado de la tragedia que encarna y, lo que es más, se cree capaz. La conspiración consiste en crear juntos un espacio, un lugar, necesariamente temporal, para eximirse de la herida incurable de la carne. Ese lugar es el interior del otro cuerpo.
La conspiración consiste en deslizarse al interior del otro, allí donde no se les pueda encontrar. El deseo es un intercambio de escondites.
Por: John Berger
Fragmento: Esa Belleza (2006)