Hay amores que no terminan con una despedida. Se quedan adheridos a la piel, al café de la mañana, a las canciones que antes no dolían. No importa cuántos meses pasen, ni cuántas fotos felices publique con alguien más: su presencia sigue ahí, silenciosa y feroz, apareciendo en los detalles más cotidianos.
Este fragmento no es solo una conversación sobre el recuerdo de un amor perdido, es una confesión cruda y sincera sobre lo que queda cuando alguien te marca para siempre. Si alguna vez amaste tanto que aún duele, sabrás que no hay olvido posible cuando el amor fue real. Aquí comienza una historia donde lo que se fue… nunca se ha ido del todo.
—¿Y te acuerdas de ella?
—Todos los días —respondí.
Ella estaba en todas mis rutinas, desde mi despertar, con esa luz preciosa que se instalaba en sus ojos de madrugada. Estaba en el espejo cuando me arreglaba, más por gustarle que por gusto propio. Estaba en mis rutinas del gimnasio, en mis viajes en auto, en los atardeceres que alargaban las sombras al paso. Estaba ahí, incluso, con su nombre en el calendario, con su voz dándoles forma a mis palabras, con sus manos que despedían y acariciaban. Estaba en forma de luz, de recuerdo, de imágenes fantasmales que me acompañaban y que a veces se confundían con la gente de la calle, con los libros que abría, y que entorpecían mi intento de escribir poemas idealizando un mundo en el que no cupiera la nostalgia, en el que fuera posible quitarse el dolor de encima.
—¿Qué es lo que más te gustaba de ella?
—Tal vez esa es una de las preguntas para las que no suelo tener una respuesta. Y digo bien: una respuesta, porque tengo varias, ya que nunca me ha gustado limitar su encanto. Me gustaba su sonrisa de hipnotizar mis gestos, su silencio de callar mis demonios. Me gustaban sus piernas de despertar mis hormonas, sus abrazos de estrenar estaciones. Me gustaban sus labios de humedecer intenciones, su lengua con sabor a futuro, su culo de pervertir mis pasiones, sus gemidos de maldecir la tristeza. Me gustaba su manera de abrir las piernas cuando me deseaba dentro; su manera de cerrarlas cuando me tenía ahí, para no dejar que me fuera. Con ella embelleciendo mis noches me daba cuenta de que, mejor que tener a alguien en tus manos, es saber que le perteneces a la persona correcta.
—¿Y ella era la correcta para ti?
—Me gusta pensar que sí, aunque esté lejos.
—¿Qué tan lejos está ahora mismo?
—No tengo idea. ¿Cuánta distancia hay entre un sentimiento ajeno y un recuerdo?
—¿Qué piensas que está haciendo?
—Siendo feliz, por supuesto. Si es cierto que fue mi persona ideal, no necesariamente esta condición se cumple a la inversa. No me recuerda, no me echa de menos. Publica fotos en Instagram siendo feliz con su nuevo novio, tal vez bendiciendo los once meses que ha pasado con él, tal vez maldiciendo los cuatro años que perdió conmigo. Pero eso no quita el hecho de que la quise como a nadie. Él no va a quererla en once meses lo que yo alcanzaba a quererla en un solo día. Puedo sonar egoísta y no me importa. Del amor siempre pensé que sólo una vez se quiere hasta el punto de entregar tu vida por una mujer, y a ella ya le entregué lo que yo nunca podría entregarle a nadie, que es igual a decir que le di aquello que nadie le había dado.
—¿La sigues queriendo?
—Con toda mi alma.
—¿Por qué se fue?
—Llevo once meses haciéndome esa misma pregunta.
—¿La extrañas?
—¿Cuál fue la primera respuesta que te di?
—Todos los días.
—Pues eso. Todos los días. La extraño todos los malditos días.
Por: Heber Snc Nur
La Ciudad de los Recuerdos (Fragmento)