“Una noche confié estas dudas a mi hijo mayor, Gabriel. Es montador, acabamos de escribir juntos dos guiones para la televisión y me gusta mantener con él conversaciones de guionistas: esta escena mola; esta otra no.
—En el fondo —me dice—, lo que te molesta es que le retratas como a un perdedor.
Lo admito.
—¿Y por qué te molesta? ¿Porque te da miedo entristecerle?
—No, la verdad. Bueno, un poquito, pero sobre todo pienso que no es un final satisfactorio. Que es decepcionante para el lector.
—Eso es distinto —comenta Gabriel, y me cita una serie de grandes libros o grandes películas cuyos protagonistas acaban en la miseria. Toro salvaje, por ejemplo, en cuya escena final se ve en las últimas, totalmente vencido, al boxeador interpretado por De Niro. Ya no tiene nada, ni mujer ni amigos ni casa, se ha abandonado, está gordo, se gana la vida haciendo un número cómico en un antro cutre. Sentado ante el espejo de su camerino, espera a que le llamen para entrar en escena. Le llaman. Se levanta con esfuerzo de su butaca. Justo antes de salir de campo, se mira en el espejo, se balancea, hace algunos movimientos de boxeo, y se le oye mascullar, no muy fuerte, sólo para su coleto: «I’m the boss. I’m the boss. I’m the boss.»
Es patético, es magnífico”.
Por: Emmanuel Carrére / Limonov
Emmanuel Carrére | Limonov