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sábado, septiembre 7, 2024

En Auschwitz cantan los pájaros

Reseña: El pintor de Auschwitz Jacobo Celnik Aguilar, Bogotá, 2021, 312 pp.


En  un  pasaje  de  Trilogía de Auschwitz, se cuenta que una de las más recurrentes preguntas entre los prisioneros era si estarían vivos al día siguiente, pues el hambre y el miedo, la angustia y las enfermedades, habitaban la experiencia cotidiana en el campo de concentración más famoso del Holocausto nazi (y de todos los demás, claro). Identificar una comunidad con un exterminio minucioso es occidental y moderno, una asociación histórica y seguramente conocida por todos.

En películas como La lista de Schindler o El pianista, y en cientos de libros, se presentan imágenes que producen desazón o espanto porque se asocian a la muerte y la guerra. Todavía hoy, en los albores del nuevo milenio, la palabra Auschwitz, aplicada a una persona o un oficio, capta de inmediato la atención.

Cuando Jacobo Celnik (Bogotá, 1979) era adolescente, el vestigio que en su estirpe emparentaba el Holocausto con los sobrevivientes no estaba muy definido. Y fue justamente un partido de fútbol, que se jugó muchos años después de la guerra, la hebra por dónde se iría a desovillar la madeja de esta investigación íntima e histórica. Celnik cuenta que el partido enfrentaba Colombia con el equipo de Israel en la ciudad de Tel Aviv, y él, un estudiante del Colegio Colombo Hebreo de Bogotá, no albergaba dudas en su corazón: soñaba con la clasificación del equipo de Pacho Maturana y el Pibe Valderrama al Mundial de 1990. Vivió aquella jornada épica como un hincha más, y anticipando el que sería su oficio: periodista. Una búsqueda de la identidad para constituir la materia prima de la que surgió este libro. Todo en este trabajo de Celnik resulta desemejante alquimia, que documentó devotamente en archivos de Francia y Polonia, refundida con la experiencia de la Colombia provinciana, caótica y vital de su juventud.

Según los libros de historia, la decisión acerca del Holocausto se tomó poco a poco, se gestó con el tiempo. Tras la caída de Francia (1940), Adolf Eichmann propuso trasladar a la población judía a la isla de Madagascar, pero el plan fue abandonado por razones logísticas. Se pensó en llevarlos a Palestina o a Siberia, en tanto las unidades móviles de matanza se dedicaban a perseguir a sus víctimas por los caminos y en las casas de familias de la Europa conquistada que habían decidido esconderlas en algún sótano o cuarto de trastos viejos. Los cazadores de judíos eran implacables. Cuando la balanza de la guerra comenzó a incli narse del lado aliado (Reino Unido, la Unión Soviética y Estados Unidos), el buró nazi encontró una salida, entre tantos experimentos y planes de exterminio de este mundo y del otro, y con su dardo certero la dejó clavada en una carta a las SS (organizaciones policiales nazis): la preparación para la solución final de la cuestión judía.

Cómo se llegó a la muerte de más de seis millones de judíos europeos? Como en muchas historias, se partió de una voluntad. Para ser más precisos, de una minuciosa deshumanización de cientos de miles de personas no solo judías que no cabían en el sueño de Hitler de edificar un imperio de mil años liderado por una sola raza: la aria. Una hoja de ruta delirante que se sirvió de la limpieza ideológica y el espíritu burocrático: dos tipos de males propios de la modernidad. Quizás por ello Hannah Arendt se preguntaba en su célebre texto (Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, publicado en la revista The New  Yorker) cuánto le va quedando de humano a un funcionario del asesinato burocrático en la devastación de su oficio, o si carecía de conciencia de sí, instalado en un tipo de racionalidad formal.

La guerra cambió el orden de las cosas. Desalojó certezas. Limpió a fondo el humanismo ilustrado. Tres años después, en 1948, se creó el Estado de Israel. Ni siquiera aquel consuelo de la beneficencia mundial logró que los judíos residentes en Colombia viajaran al nuevo o viejo, según se vea hogar. Tal es el marco de sentido de esta introspección profunda que hace el periodista Jacobo Celnik, reconocido por los dardos que lanza en sus investigaciones sobre el rock colombiano y sus charlas geniales sobre la música que revolucionó al siglo xx. El libro navega por las aguas turbulentas del pasado familiar para descubrir sus secretos y resolver los misterios que llevaron a los suyos (los Celnikier) a fragmentarse por causa del antisemitismo polaco y el horror de Auschwitz.  Este ejercicio de la voluntad se puso una tarea colosal: descubrir las piezas faltantes de su estirpe para cerrar un círculo que su tío bisabuelo dejó abierto cuando decidió migrar a Colombia hace ochenta años.

En una entrevista con El Tiempo (“La historia del pintor de Auschwitz contada por un familiar colombiano”, 20 de junio de 2021),Celnik habla de la decisión de embarcarse en la bús-queda de su pasado, un viaje que tarde o temprano todos hacemos: “Cuando aparece un superviviente directo del Holocausto de nuestra familia, uno se pregunta: ¿este señor cómo se salvó?”. La respuesta se desliza como si estuviese en un lienzo en blanco, entre capas de historia y pesquisas por medio mundo, siguiendo las pistas de Isaac Celnikier, el protagonista de El pintor de Auschwitz, publicado por el sello editorial Aguilar. A diferencia  de  lo que les ocurrió a muchos amigos, socios o parientes, Isaac sobrevivió a los campos de la muerte gracias a su talento, el don extraordinario de copiar cuadros.

Jacobo Celnik describe a su tío bisabuelo como un tipo políglota, fuerte y muy alto; hábil con las manos y por extensión útil para los alemanes. Al revisar su obra en los catálogos de galerías europeas nos encontramos con los vaivenes de su biografía: nació en Varsovia en 1923 y murió en Francia, 89 años después. Cuando comenzó la guerra tenía dieciséis. Estuvo en el gueto de Bialistok, luego en Auschwitz. Estudió arte en Praga a mediados de los años cincuenta y luego se instaló en un taller en el distrito de Montmartre, el corazón del arte parisino. Sus temas son de estirpe inequívocamente judía. Pero la historia de su pueblo es una realidad múltiple y pueden atribuirse a su representación las cosas más diversas: pinturas sobre la adaptación a la vida, acuarelas sobre la tierra prometida, grabados sobre los campos de concentración o dibujos en color de su mujer Anne Szulmajster, que es la imagen de portada de esta experiencia de inmersión periodística. Las obras tan diversas de Isaac Celnikier, y de otros como él, expresan muchos aspectos del caleidoscopio que es la experiencia de la guerra. Estas resultan de una historia y una geografía vividas y fantaseadas por los creadores, pero también impuestas a la realidad en forma de obsesiones artísticas.

La característica más destacada del pueblo judío hunde sus raíces en su con-fianza en la interpretación y la creencia de que siempre es posible volver a empezar. Dejar la tierra prometida se convirtió en la más fuerte de las opciones [antes de la guerra]. El problema era a  dónde  emigrar.  Desde  inicios  del  siglo xx los judíos polacos emigraron a diversos países de América Latina. Colombia fue un destino especial […] el voz a voz les ayudó y la lejana Colombia se convirtió en un destino atractivo para renacer de la esperanza por un futuro prometedor. (p. 158)

Sin embargo, aquí hubo persecución y desconfianza: la de los conservadores empeñados en mejorar la raza, la de las autoridades hacia las europeas que desafiaron los códigos morales de la época, la de los directores de El Siglo que se vestían con camisas negras en homenaje a la fuerza política de Mussolini. En cada uno de estos casos, y en otros muchos, fuese judíos, polacos, alemanes o cubanos, la animadversión hacia los extranjeros se sentía con fuerza y con distintas fisonomías. En el caso de los judíos era, como el autor comenta, vehículo de la discriminación y el señalamiento. En las librerías bogotanas de entonces se vendía como pan caliente el ensayo Colombia ante los judíos, de Salvador Tello Mejía, en cuya portada aparecía el dibujo de un israelita clásico tachado con la expresión: “¡Peligro!”.

En este punto, entonces, comienza la comprensión de la barbarie. El viaje hacia el fondo de la condición humana. ¿Qué es para usted el odio, el perdón, el olvido? Son preguntas que se han hecho quienes han dejado testimonio del horror del exterminio o la expulsión impuesta. Pensemos por un instante en los señores de la guerra en nuestro país, que escribieron nuestra historia con tinta de sangre y pluma de plomo. Sus víctimas solo querían saber la verdad, y estuvieron dispuestas a tragarse el sapo de penas ridículas de ocho años por crímenes de guerra. Incluso, la gente aceptaba que anduvieran sueltos por la calle y fuesen a los centros comerciales a comprar bluyines y camisas, pero que antes dijesen todo lo que sabían. Sin importar si estuvieran arrepentidos. “Que lo dijesen orgullosos, cómo y cuándo y a quiénes mataron escribió Héctor Abad–,y que nosotros sacáramos nuestras conclusiones y expresáramos nuestro asco y repudio” (“Ante una  calavera”,  columna  de  Héctor  Abad Faciolince, en revista Semana, septiembre de 2006).

Quizás el mejor castigo para los sociópatas de acá y de allá, en Europa, no hubiese sido la horca –como le su-cedió a la plana mayor nazi capturada por los Aliados y llevada a los juicios en la ciudad de Núremberg o la cadena perpetua. No. Muchas víctimas hubiesen querido verlos morirse viejos –tal como le sucedió a Rudolf Hess–, atormentados por la mala conciencia de sus crímenes, y tratados con más desprecio que miedo por sus conciudadanos.

Así las cosas, el artista redescubierto por Celnik despliega sus vivencias en cinco capítulos: “Kyrie”, “Dies irae” (“El día del juicio final”), “Offertorium” (“Ofrecimiento”), “Sanctum” (“Santo”), “Agnus Dei” (“Cordero de Dios”), y un epílogo. Y se ayuda, cómo no, con dilucidaciones profundas como las de Primo Levi cuando se pregunta en qué se convierte un hombre al que le han quitado todo. Al autor italiano, que permaneció en Auschwitz un año, lo acompañaba un propósito cotidiano mientras estuvo en el campo de la muerte: seguir viendo a las mujeres y los hombres como mujeres y hombres. Los  prisioneros  habían  cambiado  de naturaleza y alcanzado la mansedumbre benigna que les infundía ser reducidos a números de cinco cifras, el vestigio más desgarrador de la burocracia irreflexiva que, no olvidemos, gestionó y ejecutó con la precisión de un relojero suizo los sueños delirantes y las exigencias estrambóticas del Führer alemán. Por ello, es interesante preguntarse si un exceso de racionalidad en el detalle no refleja más bien un exceso de irracionalidad en el conjunto.

Esta paradoja se mantuvo aún después de finalizada la guerra. En la novena sala de exposición del Yad Vashem, o Museo del Holocausto, en Jerusalén, dedicada a la “Sheerit Hapleitá”(literalmente, “el que sobrevivió”), está inscrita una frase en grandes letras negras en hebreo: “Liberados pero no libres”, pues los sobrevivientes vivían entre la memoria y la esperanza; entre la pena, la angustia, el odio y la aflicción, por un lado, y la lucha por la rehabilitación de sus vidas y un futuro mejor, por el otro. Esta tensión profunda se traslada al mundo construido por Jacobo Celnik para su tío bisabuelo pintor, pues allí están sus fuentes (la mitología, la familia, los modelos de los años de posguerra), esos apoyos en la realidad para la fantasía, sus búsquedas, ambiciones y recursos, que entroncan la obra con los relatos del siglo xx. Una tradición que Jacobo Celnik estudia y reivindica en cada página de este notable esfuerzo por destejer los hilos de su pasado.

Por: Fernando Salamanca


Salamanca, F. (2023). En Auschwitz cantan los pájaros. Boletín Cultural Y Bibliográfico57(105), 120–121. Recuperado a partir de https://publicaciones.banrepcultural.org/index.php/boletin_cultural/article/view/22125

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